Las nuevas tecnologías y fuerzas económicas alteran radicalmente nuestra experiencia con el tiempo. Hoy, percibimos un tiempo contraído porque estamos atrapados en una sola dimensión del tiempo: el presente. Nos saturamos de compromisos, nos apuramos, miramos continuamente nuestros relojes: corremos para no perder tiempo.
Qué ironía! Tenemos más dispositivos para ahorrar tiempo que en cualquier otra época, pero vivimos excesivamente apurados y pendientes de los horarios. Por paradójico que parezca, perdemos el tiempo… en nuestro afán por no perder tiempo!
Esta paradoja responde a un problema de cantidad contra calidad: al apurarnos, tal vez estemos ganando una cantidad de tiempo, pero estamos perdiendo su calidad. La prisa en la que vivimos invade nuestro proceso de pensamiento, nuestras relaciones… y hasta nuestro cuerpo! Ya se habla de una “enfermedad de la prisa” que se manifiesta en trastornos cardiovasculares, hipertensión, estrés y depresión inmunológica.
Es decir, la velocidad es inherentemente violenta. Nuestra propia aceleración afecta nuestra calidad de vida y nos “saca de sincronía” con el mundo natural.
Como consecuencia de esta aceleración, vivimos con el tiempo una relación de amor-odio: nos esforzamos por conquistarlo y -simultáneamente- queremos escapar de él. Esta peculiar relación con el tiempo no es natural en nosotros, sino que la desarrollamos culturalmente. De allí que tengamos la capacidad y el derecho de transformarla y experimentar el tiempo de un modo más saludable.
¿Cómo podemos mejorar esta relación? Necesitamos expandir nuestra conciencia y desarrollar una nueva perspectiva del tiempo que nos permita ubicarnos en un contexto temporal más amplio, continuo y profundo.
Para ello, será preciso pensar en unidades de tiempo mucho más grandes que aquellas que definen nuestra vida diaria. Nuestra medida del tiempo, que alguna vez se basó en el cambio de estaciones, en las estrellas y en la posición del sol, ahora se parcela en nanosegundos de la computadora. Al fragmentar cada vez más las unidades de medida, perdemos la percepción de continuidad del tiempo.
A lo largo de la historia, los hombres y mujeres han trabajado mucho para legar a generaciones futuras monumentos y conocimientos, para perdurar más allá de sus mortales vidas individuales. Y también han honrado -a través de rituales e historias- a aquellos que los precedieron. Hoy, al vivir enfocados en el presente, perdemos conciencia tanto del pasado como del futuro, lo que nos impide comprometernos con nuestros ancestros y con las generaciones que nos suceden.
Hasta tanto no nos liberemos de esta trampa temporal, no podremos resolver muchos de los problemas que hemos creado para las generaciones venideras, como es el caso de los conflictos armados o del daño ambiental. Si bien vivimos apurados, los daños que estamos infligiendo -producto de la aceleración de nuestras vidas y de la exigencia de productividad- se extenderán por mucho tiempo y serán lentos de revertir. Pensar en eso, nos permite tomar conciencia de las consecuencias de muchas de nuestras conductas.
Esta desconsideración hacia el futuro se opone a nuestra naturaleza, porque todos los organismos vivientes estamos construidos para propagarnos. Una especie que no piensa en el futuro, está condenada a la extinción.
La calidad de vida puede consistir -principalmente- de una actitud hacia el tiempo. Las personas a quienes consideramos felices están completas en el presente, el pasado y el futuro. Eligen y desarrollan pacientemente proyectos a largo plazo y disfrutan recordar experiencias pasadas. Ellas consideran el pasado y el futuro, no como contextos externos, sino como extensiones de su propio presente.
Nuestro sentido de conexión con el tiempo depende de sentirnos parte de una historia. Si deseamos construir una sociedad sustentable, debemos acostumbrarnos a ritmos más lentos y recuperar la continuidad entre pasado, presente y futuro. El desafío es duración, no velocidad. Para vivir el tiempo de una manera más saludable, aprendamos a medirlo con nuevas unidades…