El concepto “calidad de vida” se utiliza en diversos contextos: político, económico, médico, educativo, sociológico, entre otros. Si bien desde cada óptica representa algo diferente, todos los enfoques asocian que tener una alta calidad de vida significa vivir una existencia digna, saludable, libre, segura, feliz, etc…
Sin embargo, la interpretación de este concepto no resulta tan clara para todos, porque suele confundirse “calidad” con “nivel” de vida. Cuando esto sucede, el análisis se centra -exclusivamente- en las condiciones económicas. Lamentablemente, muchas personas pierden su calidad de vida buscando un mayor nivel de vida.
En realidad, esta confusión forma parte de un gran debate: la calidad de vida, ¿depende del bienestar económico? ¿O tiene más que ver con otro tipo de bienestar? ¿Cómo se mide esta variable? Sabemos que para alcanzar una buena calidad de vida es preciso satisfacer determinadas necesidades, pero ¿cuáles son esas necesidades?
Podemos clasificar las necesidades de las personas en cuatro tipos:
• Intelectuales: aprendizaje, desarrollo y crecimiento personal, etc..
• Emocionales – sociales: relaciones, salud emocional, uso del tiempo libre, etc…
• Espirituales: auto-realización, renovación personal, sentido de trascendencia, práctica religiosa, etc…
Es decir, en la evaluación de la calidad de vida, influye más la psicología que la economía o -lo que es lo mismo- un criterio interior que uno exterior. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que una persona humilde y satisfecha con su existencia, tiene más calidad de vida que un millonario disconforme y depresivo.
Si bien es cierto que los bienes materiales proporcionan seguridad, satisfacción y abundancia, no deben asumirse como indicadores absolutos en cuanto a la calidad de vida. Tomemos, por ejemplo, el prototipo de “buena vida” que conlleva poseer un automóvil. En muchas sociedades, gozar de un vehículo es sinónimo de bienestar. Pero, ¿puede alguien afirmar que un automóvil mejora la calidad de vida? Si hablamos de “nivel” de vida, probablemente sí. Pero si nos referimos al concepto integral de “calidad de vida”, no necesariamente.
Así como comer no significa alimentarse, tener pareja no significa estar enamorado, o poseer un título universitario no significa ser un profesional, tener “nivel de vida” no significa tener “calidad de vida”. Quienes piensan que calidad de vida es contar con la última tecnología… deberían pensarlo de nuevo!
Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es que el bienestar material no genera -necesariamente- otros bienestares. No todas las personas que viven en sociedades ricas, son felices. No hay una correlación directa entre ingresos económicos y felicidad.
Algunos psicólogos hablan del “lado oscuro de la riqueza”, haciendo referencia a que el estilo de vida consumista plantea conflictos de metas y puede atentar contra la calidad de vida. Cuando confundimos “calidad” con “nivel”, nos centramos en metas extrínsecas (como la fama, el atractivo físico, o el dinero) desatendiendo las metas “intrínsecas” (la superación, los sentimientos positivos, el tiempo personal, la salud, la paz interior, etc…)
Comprender la diferencia entre “calidad” y “nivel” de vida es hoy más importante que nunca. Todos buscamos un nuevo paradigma que nos ayude a definir quiénes somos y hacia dónde dirigimos nuestras vidas. Al hacerlo, descubrimos que no es suficiente una visión que se enfoque sólo en el progreso económico: es necesaria una más coherente y global, que exprese un mejor equilibrio entre el bienestar material y la felicidad interior.
La calidad de vida está muy relacionada con la búsqueda de sentido, el cual depende de los valores, la pertenencia a una comunidad, la dedicación a una causa y la claridad de metas. No se trata de tener más cosas materiales, más dinero, o más oportunidades, sino de saber para qué tenerlos. Cuando pensemos que estamos aumentando nuestra calidad de vida, detengámonos un instante y preguntémonos: ¿Calidad… o nivel?